miércoles, 15 de marzo de 2017

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miércoles, 15 de febrero de 2017

El sindicalismo contempóraneo ante la globalizacion y la revolución tecnológica

El sindicalismo contempóraneo ante la globalizacion y la revolución tecnológica

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Foto: Presidencia RD —Flickr

Se viven épocas de paradojas. La globalización y la revolución tecnológica han venido convulsionando al mundo, hasta el extremo de que en este siglo XXI, ideologías y posiciones políticas que corrientemente se adoptaban y aceptaban, paradigmas que humano alguno osaba cuestionar, estructuras organizativas y métodos de producción consustanciales al capitalismo industrial, comenzaron a resquebrajarse y a ser sustituidos por nuevos esquemas y formas de pensar y trabajar que obligan a un continuado esfuerzo de adaptación y a la búsqueda de respuestas para afrontar la nueva realidad.

El triunfo de Donald Trump es un ejemplo. Quién podría imaginar que los trabajadores blancos y no cualificados de los Estados Unidos, en conjunción con los sectores más conservadores, terminarían por apoyarlo o que la AFL-CIO ofrecería un tímido respaldo a su rival. Los obreros norteamericanos y sus uniones siempre habían favorecido al candidato del Partido Demócrata, jamás habían vacilado en demostrar sus simpatías por las causas progresistas, y de súbito, son ellos, ubicados en el denominado Cinturón Oxidado -Pennsilvannia, Wisconsin y Michigan-, quienes le dan la victoria electoral al candidato republicano.

Los resultados no deberían haber sorprendido, pues con anterioridad, un desenlace similar había ocurrido en el Reino Unido, en donde los trabajadores de a pie y las comunidades rurales votarían por el Brexit, dejando al país fuera de la Unión Europea. Los obreros británicos y sus trade-union, fueron el armazón del Partido Laborista, en toda su existencia se reputaron como socialistas o social demócratas, emprendieron desde sus gobiernos políticas de izquierda, y ahora, no obstante los reclamos de su organización política, votaban por las banderas levantadas por la derecha.

En América Latina aún no han sobrevenido fenómenos tan relevantes, pero ello no quiere significar que no se manifiesten en otras dimensiones, como sucede cuando en la Organización Internacional del Trabajo empleadores y organizaciones sindicales internacionales votan de consuno para condenar las medidas tomadas por el gobierno venezolano de Chávez, y, ahora, de Maduro.

Todo parece indicar que ya no hay izquierdas o derechas, o que, en cualquier caso, aquéllas han sido abandonadas por los trabajadores no cualificados y las clases más empobrecidas, reservando su esfera de influencia entre los intelectuales, jóvenes indignados y empleados de alto nivel. Hasta los objetivos de la lucha parecen haberse modificado, porque si antes el libre comercio fue el anatema de la izquierda, hoy lo es de la derecha.

La globalización y la revolución tecnológica que han dado origen a la sociedad posindustrial, han provocado estos trastornos, que en el lenguaje de un comunista del pasado siglo se diría que la infraestructura económica está condicionando la superestructura social. El Derecho del Trabajo, y los propios sindicatos, no pueden sustraerse a esta nueva realidad, pues la legislación laboral y la organización sindical responden necesariamente a un modelo económico de relación de trabajo que ellos deben reflejar.

El Derecho del Trabajo nació como disciplina jurídica independiente en 1919, luego de la primera guerra mundial, con el desarrollo y posterior fortalecimiento de la sociedad industrial, con la definición de las fronteras y el crecimiento del concepto de nación, y como un compromiso entre burguesía y proletario, por el cual, la primera, al tiempo que preservaba el derecho de propiedad sobre los medios de producción, confería al segundo derechos básicos y fundamentales de dignidad y protección social.

La sociedad capitalista industrial y el Estado de bienestar se prolongaron durante varios decenios, incluso, con sus treinta años gloriosos, a partir de 1946, pero, la expansión de las propias fuerzas productivas, con sus innovaciones científico-tecnológicas y la intensa competitividad derivada de los mercados globalizados, condujeron a una crisis estructural del modelo que obligó a la búsqueda de soluciones novedosas, que en el mercado de trabajo se tradujeron en una restricción y, hasta una abrogación, a todo un entramado de protección.

En efecto, el Derecho del Trabajo que surgió como un compromiso en la confrontación entre el capital y el trabajo, significó una antinomia entro lo económico y lo social, pues, cada vez que se confería una conquista al trabajador, esta implicaba una carga económica para la empresa. La globalización y los avances en la tecnología de punta, supusieron un desafío para el sector empresarial. ¿Cómo sobrevivir con éxito en un mundo de extrema competitividad? Frente a la globalización y los profundos cambios tecnológicos, la propiedad se perdería, y habría que conservarla: si se hizo en 1919, instaurando el Estado de bienestar, tendría que hacerse de nuevo, retornando a la liberalización de las fuerzas del mercado y a la instauración de nuevos modelos de organización empresarial. Habría que emprender mutaciones para enfrentar y acoplarse a la globalización y a la tecnología.

Primera parte: la globalización

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Foto: Presidencia RD —Flickr

La globalización, como un proceso multidimensional que derriba fronteras, desdibuja nacionalidades, interconecta sociedades, une y comunica mercados, y genera interdependencia entre países, constriñe a las empresas a competir en un mercado planetario. Ya no son tan solo las exigencias propias del ámbito nacional; ahora es necesario luchar con los pares a nivel regional y, en ocasiones, en un plano continental y hasta mundial.

La competitividad es el grito de guerra que domina el escenario. Es ineluctable producir a un costo moderado y ofrecer al consumidor un producto de cierta calidad y a un precio razonable. Las empresas más competitivas ganarán la carrera y para lograrlo tendrán que mejorar la relación entre calidad-precio y costo de producción. Es en esta ecuación que toma importancia crucial el nivel del salario y los demás gastos tangenciales que se desembolsan a la mano de obra.

La respuesta del empresariado ante un mercado globalizado ha consistido en adoptar políticas que, aunque reduzcan los costos del personal, no sacrifiquen la calidad del producto ni ocasionen merma a sus márgenes de ganancia. Desde luego, las medidas puestas en práctica han sido múltiples, y en ellas se puede columbrar un verdadero aprendizaje, con acciones coetáneas o sucesivas, pero, en todo caso, con el objetivo final de lograr salir airoso, aunque el precio sea pagado por los asalariados.

La flexibilidad laboral

En una primera etapa, en coincidencia con las fisuras que comenzó a experimentar el sistema del intervencionismo estatal, y en el entendido de que el mismo se encontraba agotado, las fuerzas productivas comenzaron a postular la necesidad de derogar cualquier regulación. Habría que volver al laissez faire, laissez passé, dejar atrás las ideas de Keynes y Beveridge, excluir al Estado como sujeto económico, y propiciar un nuevo modelo económico, sustentando en la libertad del mercado.

El mercado de trabajo no debería escapar a esta tendencia. Al neoliberalismo económico correspondería un neo-laboralismo [1], es decir una atenuación en las rigideces de la reglamentación laboral, que impedían, no sólo la creación de nuevos puestos de trabajo, sino también, suponían una traba para la iniciativa, crecimiento y productividad de las fuerzas del trabajo. Se hacía necesario, pues, a juicio del empresariado, morigerar las normas protectoras de la legislación del trabajo, adoptar un esquema más flexible, limitar los costos sociales, y que infinidad de hombres y mujeres pagaran el precio de la competitividad.

La propuesta flexibilizadora comprendió desde el inicio a la terminación de la relación de trabajo. El contrato de trabajo por tiempo indefinido, que predominó desde los inicios de la legislación laboral, que se consideró como presumido en todo servicio personal remunerado bajo la dirección y dependencia de una persona, tuvo que acomodarse a coexistir con otros tipos de contratos, tradicionalmente considerados como excepcionales, en los cuales el trabajador subordinado perdía su continuidad. La contratación precaria, efímera, comenzó a ser permitida en diversas situaciones en que el trabajo prestado era de naturaleza permanente; el vínculo indefinido se perdía en aras de favorecer la contratación de jóvenes, de personas de edad madura, de solidaridad con desocupados. La tradicional diferencia entre el trabajo por tiempo indefinido y el trabajo de duración determinada perdió su sentido, y en lo adelante, ya no estaría determinada por la naturaleza de los servicios, sino la conveniencia de la empresa.

La terminación de la relación también fue liberalizada, permitiéndose al empleador extinguirla en cualquier circunstancia y sin necesidad de sustentarla en una causa real y seria. Concomitantemente, se redujeron los costos del despido y, en ocasiones, se eliminaron las prestaciones laborales, y se las sustituyeron por un llamado salario integral o por un seguro de desempleo, financiado exclusivamente por el bolsillo del trabajador.

Las propias condiciones de trabajo no resistieron a los embates del neo-laboralismo. Se flexibilizaron las jornadas de trabajo, los descansos semanales y el disfrute de las vacaciones y hasta se postuló, y se logró, derogar los beneficios marginales, adicionales al salario, y expurgar de la protección al salario mínimo, para dar libertad a los contratantes a fijar el importe a devengar, conforme a la ley de la oferta y la demanda.

Desde luego, no es igual una flexibilidad en aquellas legislaciones con una fuerte protección, que una aplicada a ordenamientos con una débil tutela; en las primeras se podrá hablar de reducción, mientras que, en las segundas, se corre el riesgo de caer en la desregulación. Asimismo, no es lo mismo una flexibilidad impuesta por los poderes públicos, que una negociada entre empleadores y organizaciones sindicales, como sucedió en varios países de Europa, que culminaron por el establecimiento de una flexiseguridad, en la cual, los trabajadores consintieron en la restricción de algunos de sus derechos, pero, en cambio, obtuvieron subsidios para la formación y recapacitación profesionales, exoneraciones fiscales o una disminución del tiempo de trabajo.

En cualquier caso, el camino recorrido por la flexibilidad ha importado una merma considerable para los derechos de los trabajadores y un cuestionamiento al poder efectivo de los sindicatos, que se han mostrado impotentes para frenar la embestida. Por supuesto, si se compara la flexibilidad a la europea, con la que aconteció en Latinoamérica, es fácil colegir que esta última ha implicado una verdadera desregulación salvaje en las relaciones individuales de trabajo. Con legislaciones débilmente protectoras y sindicatos fraccionados, la imposición de la flexibilidad condujo al asalariado a un nivel de vida mucho más limitado: un magro salario que apenas le alcanza para mal vivir; más horas de trabajo al día o a la semana, servicios en los períodos de descanso semanal y vacaciones; abrogación de ganancias accesorias al salario; abolición de prestaciones por terminación del contrato.

Con el discurrir de las políticas neolaborales, los sindicatos han ido languideciendo: los trabajadores, duramente golpeados, pierden confianza en sus organizaciones, que muy pocos resultados han podido exhibir para detener el desmonte de la legislación del trabajo; los propios asalariados, se resisten a militar en sus estructuras, por el temor de ser despedidos, ante contratos precarios que no confieren estabilidad en el empleo o que suprimen las indemnizaciones por causa de extinción del contrato; y, lo que es peor, la negociación colectiva y el derecho a la huelga pierden fuelle ante las pocas perspectivas de logros que avizoran los trabajadores.

Así las cosas, el largo periplo neoliberal, que llevó a la crisis económica y financiera de 2008, y que aún persiste, privilegió el individualismo en la relación de trabajo, en perjuicio de la dimensión colectiva del trabajo; y, en nombre de la eficiencia y de la productividad, sacrificó al trabajador y debilitó sus organizaciones, en un costo social inmenso para los asalariados.

Los desplazamientos de empresas y trabajadores

Al mismo tiempo que se golpeaba la legislación del trabajo, el empresario comenzó a utilizar otros mecanismos de igual eficacia para reducir costos laborales: la deslocalización de la empresa. Gracias al impulso de los medios de transporte y comunicación, los dueños del capital comenzaron a fijar sus instalaciones en aquellos lugares que, por su desarrollo económico y limitada protección social, les permitían abaratar sus costos de producción. Empresas de países altamente industrializados, comenzaron a trasladarse a naciones del tercer mundo -México, Centroamérica, República Dominicana, Haití, son buenos ejemplos-, en donde la desocupación es alta y la retribución exigua.

Naturalmente, la tendencia fue alentada por la iniciativa de los gobiernos de establecer la libre circulación de capitales y mercancías por medio de la integración regional y los tratados de libre comercio. La Unión Europea, es buen ejemplo; como lo quiso ser el fallido intento de los Estados Unidos de lograr un tratado de libre comercio continental, que, al no prosperar, se desvío hacia tratados regionales, como los suscritos con México y Canadá, y, luego, con Centroamérica y República Dominicana. La central de trabajadores norteamericanos -AFL-CIO-, avizoró temprano el peligro: cerrarían fábricas y sus afiliados, a la larga, perderían el empleo. Muchos años más tarde, Trump recogería la cosecha; los red neck, frustrados, destruidas las esperanzas, derribado el sueño americano de un futuro mejor, lo premiarían por sus balandronadas proteccionistas.

En el litoral del mundo en vías de desarrollo se instalarían las empresas desplazadas. Las denominadas zonas francas de exportación las acogerían, en una política de atracción de inversiones y, por ende, de generación de nuevos empleos, al precio de conceder amplias facilidades y exoneraciones impositivas, así como una débil protección social. Panamá fue un ejemplo, pues estableció un régimen especial de trabajo, diferente al que reglamentaba el trabajo subordinado en el resto del país, que terminó siendo condenado por la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Aunque en los demás países del Continente no se llegó a tales extremos, se establecieron excepciones en la aplicación de la legislación del trabajo, entre la cuales, la fijación de un salario mínimo con un importe inferior al del resto del país.

Si cientos de miles de trabajadores del norte revuelto y brutal, como dijo José Martí, quedarían sin empleo, otros tantos desempleados ubicados al sur del Río Bravo, encontrarían ocupación, pero a precio de la fatiga extenuante para poder subsistir. El just in time, la producción a tiempo justo para poder satisfacer en la fecha convenida los requerimientos del cliente, obligaría a un ritmo acelerado de trabajo para lograr la prima o plus que se obtendría por tarea cumplida o pieza producida, y de este modo se completaría el magro salario fijo estipulado en la ley. Al jefe de estas empresas le corresponderá fijar libremente las metas a alcanzar, el precio de la tarea o pieza producida, y juzgará soberanamente la calidad de lo ejecutado, en naves mal ventiladas y donde muchas veces no se cumplen las medidas de prevención contra los riesgos laborales. Fábricas de sudor, sweat shop, como despectivamente han sido llamadas, muestran descarnadamente cómo el trofeo de la competitividad, el afán de no ser marginado en el mercado internacional, olvida al ser humano y reivindica, bajo un eufemismo, la cruel explotación de los inicios de la revolución industrial.

Poco pudieron hacer los sindicatos ante esta realidad, mientras se mantuvieron encerrados en sus métodos tradicionales. Los intentos de organizarse dentro de la fábrica terminaron en fracaso: los promotores despedidos, los potenciales afiliados amenazados. No obstante, un nuevo modelo de lucha se abrió paso: la AFL-CIO, interesada en defender sus afiliados contra el cierre de fábricas que se trasladaban al sur, denunció la violación de los derechos laborales de los trabajadores de las zonas francas de los países en vías de desarrollo. Reclamó cláusulas sociales en los programas unilaterales de preferencias para el tercer mundo, y luego hizo lo mismo, cuando comenzaron a suscribirse los tratados de libre comercio; denunció violaciones y exigió sanciones; se alió a los grupos de presión y a estudiantes universitarios para declarar boicot contra aquellos productos fabricados por empresas en donde no se respetaban los derechos de los trabajadores. Por su parte, los líderes sindicales latinoamericanos encontraron en la AFL-CIO un aliado poderoso y a ella acudieron a denunciar los abusos y las transgresiones a sus derechos fundamentales. Más allá de la AFL-CIO, la denuncia internacional, el recurso a la OIT, el reclamo de sanciones ante las instancias creadas para tal efecto en los tratados de libre comercio, se convirtieron en armas poderosas para hacer valer la legislación del trabajo en las empresas de zonas francas. Las empresas multinacionales, por su parte, preocupadas por un eventual desprestigio de sus marcas, respondieron con códigos de conducta, y visitas de inspección a las fábricas, o con la constitución de asociaciones, destinadas a examinar y velar por el cumplimiento de la legislación nacional y de los derechos básicos de los trabajadores.

Ahora bien, no sólo las empresas se desplazan, en una era global, también lo hacen los trabajadores, quienes en busca de un trabajo o de una mejor remuneración, dejan sus respectivos países y se trasladan a aquellos donde entienden pueden encontrar fortuna. Es la migración laboral: la de los mexicanos que cruzan la frontera para ir a los Estados Unidos; la de los nicaragüenses que pasan a Costa Rica; la de los guatemaltecos, hacia México; la de los colombianos, en otros tiempos, a Venezuela; la de los haitianos a la República Dominicana, etc.

Los trabajadores migrantes son mal remunerados y por ello deprimen el salario de los nacionales: verdadera paradoja para el sindicato. La organización defiende a sus compañeros de faena, y trata de sindicalizarlos, pero, el temor a ser deportados, dada su permanencia ilegal, los paraliza, y rehúsan organizarse, con lo cual, se cae en un círculo vicioso, pues estos no superan su indefensión y, por otra parte, debilitan al movimiento sindical, que se resiente ante el reclamo de los obreros nacionales por mejores condiciones de vida y de trabajo.

Hasta hoy, los sindicatos se han mostrado muy pocos creativos para reaccionar ante esta nueva situación: temen, con razón, ser vistos como adversarios de sus congéneres migrantes, pero, al mismo tiempo pierden el apoyo y la afiliación de los nacionales. ¿Podrían reclamar a las autoridades que se cumpla la norma de nacionalización del trabajo? ¿Deberían exigir una retribución igual que la ganada por el nacional? Y si lo hacen, ¿cuál sería la reacción del nacional que está desempleado? Un complejo entramado para el sindicato.

Segunda parte: la revolucion tecnológica

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Foto: Presidencia RD —Flickr

Los impresionantes cambios tecnológicos que se han sucedido desde los finales del pasado siglo, han generado un nuevo mundo del trabajo. Las innovaciones han sido de tal naturaleza, que la empresa, su organización y sus modos de producción han experimentado una amplia y profunda transformación. El Derecho del Trabajo, que nació y se desarrolló como una respuesta a los males derivados de la revolución industrial, fue concebido como un conjunto de normas que habrían de aplicarse en la relación de trabajo que surgía entre un asalariado y un empleador, en el contexto de un establecimiento -en sus inicios, industrial, y posteriormente, comercial-, en el cual se concentraban los operarios y dependientes, bajo la dirección única de un patrono, a quien estaban obligados a obedecer en todo lo concerniente a la prestación de sus servicios. Se dieron como supuestos que, en el mundo del trabajo, se generaba una comunidad de intereses, en la cual, su jefe, el empleador, adoptaría usualmente decisiones fundamentadas en el bien de esa colectividad, y que, a cambio, el trabajador gozaría de estabilidad, de los derechos que le garantizaba la ley, y, entre éstos, el de organizarse y ejercer una actividad sindical.

A partir de los últimos decenios del pasado siglo, todo este escenario comenzaría a mutar. Los avances tecnológicos, unidos a otros fenómenos económicos, sociales y políticos, generarían empresas y relaciones de trabajo que se apartarían del modelo tradicional. Con el andar del tiempo presenciaríamos trabajadores contratados por una empresa, para prestar sus servicios a otra; empresas que externalizan su producción, y confían parte de la misma a otras unidades productivas; y una fuga más creciente de trabajadores que dejan de ser asalariados. Un autor ha podido decir que, las innovaciones tecnológicas han originado una mutación estructural en las relaciones laborales, hasta el extremo de que podría sustentarse que, con ellas, se retorna a la vieja figura del arrendamiento de servicios, pues cada día es mayor la utilización de esta figura en supuestos de descentralización productivos y contratación externa de servicios profesionales[2].

El alquiler de trabajadores

Podría resultar odiosa la frase utilizada en el encabezada de esta rúbrica. Lo será, si equivocadamente se piensa en el instituto de la agencia de empleo, cuya misión se circunscribe en poner en contacto a dos personas, un demandante y un ofertante de empleo, con el fin de que puedan convenir un contrato de trabajo. Pero, la expresión reflejará una verdad monda y lironda, cuando se habla de una man power, o sea, de una empresa destinada a proveer trabajadores al mercado de trabajo.

El fenómeno tuvo sus orígenes en los Estados Unidos y, muy velozmente, se expandió por todo el orbe. En un principio, su misión consistió en ofrecer mano de obra a una empresa, necesitada de un reemplazo de corta duración para cubrir una vacante inesperada. Surgieron así las llamadas «empresas suministradoras de mano de obra temporal», a las cuales no habría nada que reprochar. La empresa en cuestión, contrata su personal, se sujeta a las regulaciones de la legislación del trabajo, y envía a sus empleados en misión para prestar servicios en las distintas empresas que lo requieran, sea para cubrir la ausencia de un trabajador ordinario que disfruta de sus vacaciones o ha tenido que suspender sus labores por causa de enfermedad o accidente, o porque está precisada de contratar temporalmente un grupo de operarios en vista de circunstancias accidentales que cesan en cierto tiempo.

Rápidamente, el mercado se dio cuenta de que el ejemplo norteamericano del man power podría ser utilizado para maximizar la rentabilidad de las empresas y las ganancias de sus dueños. Los proveedores de mano de obra comenzaron a proliferar, ya no para suplir necesidades adventicias a una empresa, sino para suministrar un personal que realizaría determinados servicios accesorios o secundarios. Las empresas se concentrarían en las actividades propias de su giro y contratarían el personal ofrecido por la empresa suministradora para las labores de vigilancia, limpieza, mensajería, etc. De este modo, la empresa arrendataria disminuiría costos y cargas laborales, y, un tercero, se encargaría de labores propias de su especialidad. Nada objetable, sólo que la tradicional relación de trabajo deja de ser bilateral, para dar paso a un triángulo, en el cual, se encontrará un trabajador contratado por un empleador, pero subordinado a otro, a quien presta sus servicios y de quien recibe órdenes e instrucciones en todo lo concerniente a sus servicios. La subordinación jurídica se difumina: el proveedor contrata, paga salarios, inscribe en la seguridad social y, despide, pero, el usuario, dirige y organiza los trabajos, elabora el reglamento interior, aunque se le escapa el poder sancionador, que será retenido por el primero.

La provisión de trabajadores ha resultado tan útil al empresariado en la lucha por la competitividad, que se ha recurrido a la misma para satisfacer necesidades que son las esenciales en el proceso de producción de bienes y prestación de servicios. Como respuesta a esta demanda, florecen en la actualidad empresas que no realizan trabajo alguno de producción, comercio o servicio, y cuya única finalidad es ofrecer al mercado laboral el alquiler de trabajadores que figuran como propios [3]. Son asalariados que figuran en la planilla de personal fijo de la empresa suministradora, la cual, supuestamente, les pagará sus salarios y les inscribirá en la seguridad social, pero, en la realidad, será la empresa usuaria la que cubrirá los gastos del salario y de la seguridad social. Sobra decir, que la empresa usuaria se ahorra todos los demás costos sociales que benefician a su personal. El recurso ha sido tan efectivo, que ha terminado por dar nacimiento a fábricas sin trabajadores, pues toda su personal figura como dependencia de un tercero, quien hace las veces de empleador.

El suministro de mano de obra precariza al trabajo y debilita al sindicato. En efecto, las empresas proveedoras, generalmente serán pequeñas y su personal no ganará el salario ni tendrá los beneficios sociales de que disfrutan sus compañeros en las empresas donde prestan sus servicios; la desigualdad se manifiesta entre los trabajadores propios de la empresa utilizadora y los suministrados por la proveedora; el espíritu de solidaridad se quiebra entre outsiders e insiders; y la constitución de una organización sindical se dificulta, tanto entre los trabajadores de la empresa suministradora como entre los contratados directamente por la usuaria. En esta última, no habrá cohesión ni intereses comunes entre los que vienen de fuera y los que son parte del establecimiento donde se prestan los servicios; estos, en ocasiones, estimulan las diferencias, rechazan al personal ajeno, impiden que pueda utilizar determinados servicios o exigen que algunas de sus conquistas no le sean conferidas. En lo que respecta a la empresa proveedora, su colectivo está disgregado, enviado a prestar servicios en distintas empresas, lo que genera la desaparición del sentido de pertenencia, y, por ende, la posibilidad de organizarse. Por lo demás, en el seno de la empresa, la mezcla entre propios y ajenos crea problemas insolubles, como los concernientes a los beneficios del convenio colectivo, la participación en los beneficios y la capacitación de los trabajadores: ¿se les negarán estas ventajas a los ajenos?

La empresa satelital

El mundo global y digital ha obligado a las empresas a desmembrarse, a abandonar un modo de producción fundamentado en la integración vertical; se fragmenta el ciclo productivo y la empresa se concentra en realizar una determinada etapa del producto, recurriendo a terceros, que se encargarán de ejecutar sus demás. En otras palabras, la empresa tradicional, de estructura vertical, con una gestión funcional jerárquica, con un modelo de organización que controla todo el ciclo productivo, desde la operación inicial hasta el acabado del producto, que concentra a todo su personal en un solo establecimiento, es sustituida por un nuevo modo de producción que fragmenta el proceso de fabricación de bienes o de prestación de servicios, privilegia la autonomía funcional y da paso a la cooperación con otras empresas, a las que confía varias etapas del proceso productivo. Se produce así, una descentralización de la empresa matriz, que contrata a pequeñas y medianas empresas a las que encargará de intervenir en las distintas fases de la producción o del servicio. Estas, giran en torno a la empresa principal, de la cual son económicamente dependientes, pues se dedicarán exclusiva o predominantemente a trabajar para aquélla. Surge con ello un nuevo modo de producción, calificado por algunos autores como «satelital».

La empresa madre externaliza parte de su producción o de sus actividades internas y encarga a terceros la realización de las mismas. Estos, podrán ser personas físicas o morales, radicadas en territorio nacional o en el extranjero, pero, en cualquier caso, dedicados a ejecutar labores para la empresa matriz. Esta se reduce a un núcleo duro de trabajadores estables, siempre en búsqueda de mayor eficacia y competitividad[4].

La subempresa, como la ha llamado un autor[5], no es una ficción; ella contrata a sus trabajadores, está sometida a la legislación del trabajo, y cotiza al sistema de seguridad social. No obstante, ella ha nacido, por gestación propia o estimulada e impulsada por la empresa matriz, con el objetivo esencial de producirle u ofrecerle servicios. Podrá haber sus excepciones, de empresas pantallas constituidas con la finalidad de burlar la ley, pero la tercerización, es un régimen moderno de la organización de la producción que tiende a concentrar en la empresa sus actividades nucleares y a externalizar las que se consideran periféricas para que sean ejecutadas por contratistas externos, en un reconocimiento de que “hay empresas especializadas que pueden ofrecer servicios también especializados, en condiciones más ventajosas que si la empresa principal las tomara directamente a su cargo”[6].

Desde esta óptica, nada habrá que objetar. Las empresas satélites estarán sometidas en su relación laboral a las normas de la legislación del trabajo. Sus operarios son asalariados, que prestan servicios en virtud de un contrato de trabajo. Contrato de trabajo por tiempo indefinido, con derecho a una jornada de trabajo limitada, a disfrute de descanso semanal y vacaciones anuales, a salario mínimo y a prestaciones en caso de extinción del vínculo contractual. Sin embargo, la dimensión y el carácter satelital de la empresa a la que sirven provoca que estos trabajadores estén afectados por una situación de inestabilidad y precariedad.

En efecto, cualquier trastorno que se suscite en la empresa principal afectará ineluctablemente a su satélite: merma en la producción, dificultades económicas, precios a la baja, cierre de la fábrica. El contratista quedará resentido y con él, sus trabajadores, que estarán expuestos a la suspensión de sus contratos, con la consiguiente pérdida de su salario o la privación de sus empleos, que, por tener su causa en un hecho ajeno al empleador, se producirá sin pago de indemnizaciones laborales. A esta inestabilidad, se adiciona sus precarias condiciones de trabajo, pues, no obstante estar sujetos a la legislación del trabajo, percibirán generalmente una exigua remuneración y muy pocas ventajas sobre lo dispuesto en la norma legal. Aferrados a un trabajo que pende de un hilo, es obvio que los trabajadores no se sentirán muy animados a conformar un sindicato, temerosos de que con su acción puedan perder el empleo.

La fuga del Derecho del Trabajo

El vocablo deslaboralización, ha expresado un autor, es un feo neologismo, aunque muy expresivo[7], pues con el mismo se identifica una tendencia organizativa empresarial en que surgen o se inventan nuevos esquemas de contratación en los que desaparece la subordinación jurídica, pero, en cambio, se manifiesta la dependencia económica.

El fenómeno ya se conocía con los trabajadores a domicilio: jurídicamente independientes, pero económicamente subordinados, a quienes la legislación de trabajo terminó por incorporarlos bajo su protección. Hoy, con el progreso tecnológico, el tema ha resurgido con fuerza y amplitud: un ámbito personal del trabajo que difícilmente pueda clasificarse como subordinado, aunque sea económicamente dependiente.

No nos referimos a una relación de trabajo disfrazada o encubierta bajo la apariencia de un contrato civil o comercial, con fines de hacer creer que se está realizando un trabajo independiente. De lo que hablamos es de una ambigüedad objetiva de la relación de trabajo, provocada, entre otros factores, por gozar el trabajador de un amplio margen de autonomía. El elemento constitutivo del contrato de trabajo, esto es, la subordinación jurídica, no se manifiesta con diafanidad, como podría acontecer con un médico que ofrece sus servicios en un consultorio privado, y quien, a partir de una determinada fecha, comienza a recibir pacientes provenientes de una empresa, que le paga sus honorarios, hasta dedicarse, con el transcurrir del tiempo, a atender exclusivamente a los trabajadores enviados por dicha empresa. Asimismo, los avances de la tecnología han provocado un desarrollo de los trabajos a distancia, en los cuales se presta el servicio sin horarios o días de trabajo determinados, con formas especiales de remuneración y plena autonomía en cuanto a la organización del trabajo. En ocasiones, son los propios empleadores que instigan a sus trabajadores para que les presten servicios como empresas contratistas o como trabajadores por cuenta propia.

La distinción entre trabajo subordinado y trabajo independiente se diluye, y se está en presencia de un trabajo económicamente dependiente, pero jurídicamente independiente. Este tipo de trabajador, formalmente independiente, recibe sus ingresos de unos pocos clientes o de un solo, de los cuales dependerá económicamente. La subordinación jurídica no existe, pero están subordinados por un vínculo económico. Esta realidad impulsa a la doctrina a llamarlos «trabajadores parasubordinados», situación que ya ha comenzado a ser reglamentada por algunas legislaciones.

Uber es el ejemplo paradigmático de esta subversión contra el tradicional Derecho del Trabajo: una persona utiliza su propio vehículo para transportar pasajeros, que les son referidos, por la vía de una plataforma digital, por la empresa, quien fija la tarifa y cobra un por ciento por cada pasajero transportado.

El trabajador económicamente dependiente, pero jurídicamente independiente se ha fugado del Derecho del Trabajo, es un ser humano sin protección, a quien, por su aislamiento, se le hace cuesta arriba organizarse con sus pares para luchar, desde un sindicato, por mejores condiciones de vida y de trabajo.

Interrogantes a modo de conclusión

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Foto: Presidencia RD —Flickr

¿Puede el movimiento obrero sobrevivir ante esta nueva realidad? ¿Responde la organización sindical vigente en Iberoamérica a los desafíos que implican la globalización y la revolución tecnológica? ¿No es necesario encontrar nuevos métodos de lucha y formas de organización novedosas, para proteger al trabajador?

A.- En la legislación dominicana, el sindicato de trabajadores necesita para su formación un mínimo de veinte afiliados, requisito exigido al momento de su constitución, pues la jurisprudencia ha sostenido que la organización mantiene su vigencia, aunque luego pierda el número de adherentes exigido por la ley. El derecho a la sindicación es reconocido por la Constitución y el Código de Trabajo como un derecho fundamental y su violación es calificada como falta muy grave, sancionada penalmente. La libertad sindical positiva protege al trabajador al momento de la contratación, durante la ejecución del contrato y en su terminación, lo que le permitirá demandar la nulidad de cualquier acto discriminatorio que sea contrario a la mismas, solicitar a la autoridad judicial la cesación de cualquier perturbación manifiestamente ilícita o reclamar daños y perjuicios. Pero, al mismo tiempo, la libertad sindical negativa, le impedirá al sindicato recurrir a cláusulas sindicales en el convenio colectivo, para obligar al empleador a admitir o preferir únicamente como trabajadores de la empresa a los miembros del sindicato o despedir a aquellos que dejen de serlo.

El sindicato de trabajadores sólo puede estar integrado por asalariados, y corresponder a una profesión u oficio, a una empresa o a una rama de actividad. Adquirirá su personalidad jurídica por el registro ante las autoridades administrativas del trabajo. A la asociación le bastará entregar una solicitud con tales fines, acompañada de los estatutos y del acta de la asamblea constitutiva. Los estatutos serán redactados libremente por los promotores y organizadores, limitándose la ley a exigir que en los mismos se haga constar el nombre, domicilio y objeto de la agrupación; las obligaciones y derechos de los asociados; los funcionarios que lo representarán frente a terceros; el número de miembros que constituirá su consejo directivo; el quorum para la validez de sus sesiones y de sus resoluciones; y la forma de convocación para sus reuniones.

Recibida la solicitud de registro, la autoridad administrativa de trabajo se limitará a comprobar si la entidad solicitante ha cumplido con los requisitos legales. En caso afirmativo, concederá el registro; lo negará, si los estatutos no contienen las cláusulas esenciales para el funcionamiento regular de la asociación, si algunas de sus cláusulas son contrarias a la ley o si no se ha cumplido cualquiera de las formalidades exigidas por la ley o los estatutos para la constitución del sindicato. También puede devolver el expediente a los interesados, siempre que estime que pueda corregirse la irregularidad. En cualquier circunstancia, la decisión debe adoptarse en un plazo de treinta días, a partir del depósito, pues, vencido este término, el silencio administrativo presume el otorgamiento del registro. Una vez concedido, la disolución del sindicato sólo será admisible por decisión voluntaria de sus miembros, por la desaparición de la empresa o por sentencia judicial, si el sindicato se ha dedicado a actividades ajenas a sus fines.

Los promotores, los directivos y los representantes del sindicato en la negociación colectiva gozan del fuero sindical. Esta protección se limita por ley a un número determinado, que depende del número de trabajadores empleados por la empresa, y la misma beneficia a los fundadores de la organización, desde que informan su decisión de constituirla hasta tres meses después de la fecha del registro del sindicato y hasta ocho meses después de haber cesado en sus funciones para los directivos y los negociadores de la convención colectiva. Quienes estén protegidos por el fuero no podrán ser despedidos sino mediante autorización de la corte de trabajo, en la cual se compruebe que el despido no obedece a motivos antisindicales.

Al sindicato se le otorga el monopolio de la negociación colectiva en representación de los trabajadores y el ejercicio del derecho a la huelga. Pero, un sindicato sólo podrá negociar colectivamente y acordar un convenio colectivo, si cuenta entre sus afiliados con el cincuenta por ciento más uno de los trabajadores de la empresa o empresas concernidas. Negociar colectivamente es una obligación para el empleador, pero, acordar el convenio requerirá del mutuo consentimiento de las partes, que no de lograrse, provocará un conflicto económico, que sólo podrá resolverse mediante el recurso de la mediación, propiciada por las autoridades administrativas del trabajo. Si esta fracasa, las partes podrán someterse voluntariamente a un arbitraje, pero de no acordarlo, el conflicto degenerará en una huelga. Esta, sólo será válida, si el sindicato agota previamente la fase de la mediación, si la suspensión de labores es decidida por la mitad más uno de los trabajadores de la empresa o empresas que serán afectadas por la paralización, y si entre la fecha de esta decisión y el inicio del paro media un plazo de diez días. Tan pronto se inicia la huelga, el presidente de la corte de trabajo ordenará a los trabajadores el retorno a sus labores, hasta tanto el tribunal decida sobre su validez. Si se la declara válida, el arbitraje se impone, y decide; si se le declara ilegal, los trabajadores pierden su empleo.

B.- Luego de desaparecida la tiranía de Trujillo en 1961, hubiera podido esperarse que, con el tiempo ya transcurrido hasta la fecha de hoy, la República Dominicana mostraría un sindicalismo fuerte por el número de sus afiliados y por su extensión entre las empresas del país. No ha sido así. Cierto, que en algunas épocas ha crecido y se ha mostrado dinámico, pero en otras, ha retrocedido y languidecido.

Su debilidad ha podido tener su origen en una falta de conciencia de clase, que lo ha sumido en un constante fraccionamiento y en disputas estériles, pero, ha sido la reacción adversa del empresariado y la propia legislación del trabajo los factores que con mayor incidencia han impedido su pujanza y crecimiento. El despido sin causa – desahucio, como se le designa en la legislación-, ha sido el arma poderosa del empresariado para impedir el desarrollo de la organización sindical, pues con ella, no sólo echan de la empresa a los promotores sindicales, sino que, además, la misma sirve como disuasivo y amenaza para todos aquellos que hubieran podido acercarse a la organización, pero que prefieren no hacerlo por temer a perder su fuente de trabajo.

Por lo demás, las exigencias para acceder al derecho a la negociación colectiva y la regulación minuciosa del derecho de huelga han impedido que el sindicato pueda erigirse en un vehículo de defensa y mejoramiento de los derechos de los trabajadores, razón por la cual, estos se muestran poco entusiasmados en respaldar y hacerse partícipes de su acción.

Con los cambios vinculados a la globalización y las transformaciones en la organización y funcionamiento de las empresas, han surgido nuevos modelos de contratación, trabajos más diversificados, empresas que se fragmenta en su producción y en sus actividades, proliferación de contratistas y trabajadores independientes, todo lo cual ha provocado, que el sindicalismo se haya debilitado aún más en sus negociaciones con los empleadores y que los trabajadores enfrenten hoy en día una situación de inseguridad laboral.

Sólo un movimiento sindical creativo podrá responder a las exigencias de un mundo posindustrial. Si los empresarios han buscado adaptar su modo de producción a una economía global y digital, las organizaciones sindicales deben hacer lo propio. Sus formas de organización y su accionar ya no responden a los nuevos tiempos.

Por lo pronto, ante una empresa de producción descentralizada, que traslada al exterior actividades en las que otras empresas se especializan, luego del abandono de la organización fordista del trabajo, que concentraba en la empresa todas sus funciones, el sindicalismo de empresa debe ser abandonado. Así como los trabajadores del pasado aprendieron que la organización por oficio o profesión se encontraba desfasada ante la expansión industrial, en el momento actual, el sindicato de empresa debe ser reemplazado por una organización que comprenda toda una rama de actividad: en vez de constituir un sindicato en una determinada empresa telefónica, que ha exteriorizado sus actividades, es mejor hacerlo al nivel de la telefonía, y aspirar a organizar en una sola asociación a todos los trabajadores de las distintas empresas del ramo, incluyendo a sus contratistas.

Las débiles confederaciones de trabajadores del tercer mundo deben buscar aliados en sus pares de los países industrializados, especialmente de los Estados Unidos: Intereses comunes las unen. Estas últimas luchan por conservar el empleo y se oponen a la deslocalización de sus centros de trabajo; aquéllas demandan que se respeten sus derechos y mejores condiciones de trabajo. La denuncia ante las transgresiones a la libertad sindical, al despido abusivo, a las condiciones de seguridad y salud ocupacional, encontrarán eco en las organizaciones aliadas del primer mundo, que podrán exigir la aplicación de los mecanismos sancionatorios previstos en los tratados de libre comercio, promover un boicot entre los clientes de los productos fabricados en las zonas francas; demandar a las empresas proveedoras de materias primas que corten sus vínculos comerciales con los contratistas. Algunos resultados satisfactorios ya han sido alcanzados, pero han sido pocos. Se requiere de una política sostenida de colaboración, de un esfuerzo de los sindicatos latinoamericanos de mayor acercamiento y explicación del fenómeno a los norteamericanos y de una mayor comprensión de estos últimos.

Asimismo, los sindicatos deben ganar aliados en la opinión pública, para lograr que los congresistas aprueben normas que eviten los abusos y el fraude a la legislación laboral mediante el recurso a la externalización y la protección a los trabajadores económicamente dependientes, aunque formalmente independientes.

El sindicalismo ya no puede ser lo que fue, porque ya es otra la realidad. Ya no es aceptable el sueño de la nostalgia; ahora es necesario el sueño del porvenir.

martes, 14 de febrero de 2017